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Tecnooptimismo

Escrito por Antoni Brey el 08/03/2022 a las 13:48:31
2011

(Enginyer de Telecomunicació)

Antoni Brey

 

Hace unos días, decidí cambiarme el ordenador. De la misma manera que, según dicen, cada siete años de perro corresponden a uno humano, yo diría que para los portátiles la ratio es de quince a uno. A mi pobre Toshiba de seis años se le caían las teclas como a un anciano de noventa se le caen los dientes. Y, a pesar de que su corazoncito de silicio seguía funcionando razonablemente bien, arropado por un robusto Windows 7, había llegado el momento de reemplazarlo.

 

El nuevo equipo llegó con la etiqueta del Windows 10. Inquietud. Al ponerlo en marcha, sus primeras palabras fueron algo así como: “lo primero que vamos a hacer, va a ser instalar Windows 11, usted no se preocupe por nada”. ¿Preocupado, yo? No, qué va, qué va.

 

Media hora después, y tras darle varias veces a la casilla del “sí a todo”, que viene a ser la versión contemporánea de venderle el alma al diablo, el dispositivo estaba listo para su uso. Y como veo menos que Pepe Leches, lo primero que he de hacer siempre ante un equipo nuevo es modificar el tamaño de letra de los iconos del escritorio. Procedí, pues: botón derecho, personalización, etc. Y se desató el caos.

 

El escritorio se desconfiguró. Apareció en medio de la pantalla un solo icono, del tamaño de una rebanada de pan Bimbo, y no había manera de salir de allí. Afortunadamente, mi viejo portátil seguía funcionando y, en lo que tal vez fuera su último servicio, pude utilizarlo para buscar respuestas en Internet. Sí, aquello les había sucedido a otras personas, no era un problema derivado de mi contrastada ineptitud. ¿Tenía solución? Le ahorro al lector mi periplo por oscuros foros y demás rincones sórdidos de la web. Un mundo, señores, un mundo.

 

Acabé teniendo que editar un elemento del Registro de Windows. Sí, sí, recordaba vagamente que algún gurú me había hablado de que existía algo llamado el Registro de Windows, pero me advirtió con tono severo de que solo debían meter mano allí los sumos sacerdotes, a riesgo de que se abrieran definitivamente las puertas del infierno. Pero yo, un humilde pecador, osé editar un elemento del Registro de Windows y, entre la valentía y la temeridad, cambié un -17.423 por un -1.200. ¿Resultado? Funcionó.

 

Cuando mis niveles de adrenalina se estabilizaron y mi corazón recuperó su pausado latir habitual, pensé que no era cuestión de tomárselo como algo personal. Puede que el fútbol sea “descomplicado”, pero la tecnología, no. En el fondo, lo raro es que la cosa funcione.

 

Así pues, para futuras ocasiones y, de hecho, como protección psicológica básica para vivir en el mundo actual, en mis rutinas de mindfulness incorporaré algún mantra para evitar caer en el tecnooptimismo que flota en el ambiente. Siguiendo estas sencillas reglas evitaré también, por ejemplo, la angustia de ver que la Tmobilitat no funciona ni a la de tres.

 

Dios mío, dame paciencia ¡Pero dámela ya! Om mani padme hum, om mani padme hum, …