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La casa de cristal

Escrito por Joan Miquel Piqué el 02/05/2012 a las 00:04:08
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(Director de Maurilia Knowledge)

Hoy, cada una de nuestras palabras o acciones es vista o escuchada por centenares de personas. Cientos, como mínimo: nuestros amigos en Facebook, nuestros contactos en LinkedIn, nuestros followers en Twitter, los lectores de nuestro blog, los que visitan nuestra web, los que ven nuestras fotos en Flickr o desde Instagram, los que ven donde estamos en Foursquare, y así un largo etcétera que dependerá de nuestras preferencias, habilidades y tendencia a la utilización de la tecnología.

Seguramente nunca habíamos tenido tanta capacidad de emitir información, de impactar constantemente en una audiencia a un coste tan bajo. Por eso, también seguramente, aun no nos hemos acostumbrado a gestionar toda esa información para que sea coherente, consistente, comprensible, rigurosa, y sencilla. Y por tanto, el enorme potencial de esta capacidad puede convertirse en un arma de doble filo que aun no hemos comprendido.

¿Por qué nos preocupa tan poco la reputación que generan nuestros perfiles digitales? ¿Por qué, si nuestras acciones son mucho más indelebles en la red, a veces las realizamos sin pensar ni un segundo en sus consecuencias? ¿Somos conscientes que todo lo que decimos y hacemos en internet queda registrado hasta la última letra y el último pixel? ¿Recordamos que cualquier persona que nos conoce, física o virtualmente, ha rastreado alguna vez nuestra actividad en la red?

Para las empresas, esta es una cuestión más importante si cabe, porque este aumento exponencial del acceso a información por parte de todas las personas ha cambiado profundamente nuestros hábitos, incluso nuestros valores y parámetros de comportamiento: el conocimiento ya no es un privilegio, sino un derecho que prácticamente todos exigimos, sobretodo a aquellos que a quienes compramos productos y servicios. Y siendo posible elaborar y acceder a cualquier tipo de información, todos nos situamos en una especie de casa de cristal, constantemente accesible por parte de todos, constantemente expuesta a observación y valoración. Y por tanto, cualquier esquema que dificulte esa trasparencia, sobretodo si se trata de una empresa, es percibida inmediatamente como un intento de esconder algún aspecto negativo, generando recelo e incluso desconfianza. En definitiva, mala imagen, y en consecuencia mala reputación.

Por necesidad, los análisis que realizamos de toda la información que recibimos son más superficiales, subconscientes, intuitivos, fragmentados. Y por tanto, como emisores, no tenemos la capacidad de explicarnos, sino sólo de comunicar; porque como receptores casi no podemos procesar contenidos, sino sólo impactos. En la comunicación cara a cara, el “ancho de banda” es máximo, y puede incluir, por tanto, palabras, tonos, gestos, contexto, ambiente, contacto físico, etc. En definitiva, tenemos muchas más dimensiones comunicativas que en el entorno virtual; y sobretodo, obtenemos mucha más atención por parte de nuestro interlocutor, que normalmente no está en modo “multitarea”, como en la comunicación digital.

Por tanto, nuestra reputación digital se construye con muchas menos piezas comunicativas, que además son muy rudimentarias, pero precisamente por ello son mucho más potentes, directas, incisivas. Nuestro “yo” debe ser fundamentalmente el mismo, pero construido y gestionado de manera diferente. Como en otro idioma, que hay que aprender y practicar; y si no lo hacemos, probablemente las personas nos percibirán como si les hablásemos en chino, les confundiremos, y en el fondo, les comunicaremos que somos alguien en quien no se puede confiar.


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