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Una experiencia religiosa

Escrito por JOAN BARRIL el 02/06/2010 a las 00:48:15
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La semana pasada les contaba una historia sobre mi portera nueva y el gran avance tecnológico que había significado escribir sobre el nuevo interruptor del garaje los conceptos "On" y "Off". El título de mi humilde artículo en campo contrario era "De la memoria Ram a la memoria RAE", refiriéndome por RAE a la Real Academia Española de la Lengua. Ni que decir tiene que la anécdota de la portera y el interruptor era sólo una carrerilla para el salto de longitud de mis precarias tesis sobre el lenguaje que usa la pantalla y que llega a marginar a determinados sectores de usuarios. Pero lo de estar en campo contrario tiene estas cosas. El campo nos da la espalda e incomprensiblemente el artículo en cuestión se quedó corto. Perdí cuatro páginas más de precarios razonamientos. Sin duda fueron tan precarios que lamáquina, en un insospechado gesto de inteligencia, decidió perderlos y ahora deben estar en el limbo de las ideas que el señor Imac tiene reservado para los rebeldes informáticos sin causa. El resultado fue que los benevolentes lectores de Tecnonews sólo pudieron leer el torpe episodio de la portera y el interruptor. Y que yo me reafirmé una vez más en que entre las máquinas y yo seguramente hay algo personal. Ni se imaginan ustedes la noche que pasé cuando me di cuenta de la desaparición de mi texto. Montado en la cólera reaccionaria de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor, llamé a mi director y amigo Carlos Martín y sin duda lo hice con excesiva vehemencia. Pedí ayuda a los expertos en telemática de mi hogar, que son todos, pero el texto perdido no apareció. . Tuve que asistir a las invectivas de mi santa esposa, que es una de las diosas vestales del templo de la Informática. Y finalmente me conjuré a utilizar de nuevo el siempre fiable método de la carta mecanoscrita y entregada a mano al director de mi revista, previa lectura común. Así, en el supuesto que se perdieran palabras y argumentos, sería la fatalidad y no mi torpeza la que habrían acabado con el texto. Al día siguiente continuaba de mal humor y decidií analizar los motivos. No se trataba de un mal humor producto de un extravío. Conozco a bastantes colegas escritores que hacen uso de la manida excusa de haber perdido su ordenador, o de haber extraviado el manuscrito en algún aeropuerto. En mi caso no era así. Sin duda mi ira venía incrementada por dos hechos. En primer lugar la constatación de una actitud fóbica respecto a aquello que no se puede tocar y que desaparece hacía nubes ignotas de dónde alguien extraerá mis livianas ideas. En segundo lugar, la reacción desesperada de ver como ante mi desgracia la gente a la que yo quiero me despreciaba. Y no lo hacían por mis ideas, que al fin y al cabo importan muy poco, sino por mi incapacidad de demostrar la más mínima destreza en algo que ellos dominan a la perfección. Me di cuenta que al minusválido informático se le trata con saña cuando demuestra sus errores. De la misma manera que a un cojo no se le llama cojo ni que la Guardia Civil abronca al conductor despistado diciéndole que la culpa es suya, en el caso del usuario advenedizo de la informática los expertos se ven capacitados para llamarle de todo. Ni siquiera aflora en ellos esa virtud cardinal de "enseñar al que no sabe". El torpón de la pantalla es un paria, un intocable, alguien que se encuentra en los niveles más bajos de la sociedad tecnológica y con el que no vale la pena relacionarse. En más de una ocasión he deseado que alguno de esos profetas de la informática doméstica se acercara hacia mi escepticismo y me dijera: "Tienes razón, Joan. El sistema no es perfecto. A veces le exigimos una infalibilidad que el factor humano no puede contemplar. Estamos trabajando en ello, pero por ahora el error, el extravío, la desorientación también nos afectan a los que más sabemos." Una frase así la he oído pocas veces. Más bien me ha parecido que cada vez que algún apocalíptico hablaba de la llamada "fractura digital" no estaba haciendo un análisis sino más bien una denuncia pública y abochornante de usuarios que han caído en la tentación de comprar un ordenador sin tener la capacidad de comprenderlo. La "fractura digital" sería pues responsabilidad de esos estúpidos consumidores fracturadores que demuestran su incapacidad de poder seguir a la vanguardia esclarecida de la tecnología. Por eso estaba de mal humor. Porque mi error era más que un error: era una demostración de mi propia marginación. De haber vivido en la Esparta de Leonidas ya habría sido lanzado a los precipicios del monte Taigheto, ahí dónde los niños espartanos incapaces para la lucha eran despeñados para garantizar la fuerza eugenésica de la estirpe. Con mi mal humor a cuestas recurrí a algunos de los trucos con los que intento la catarsis con la máquina. La primera es colocar la pantalla de cara a la pared y regresar a la romántica escritura manual franqueada por unos bonitos sellos de correos. Pero ese tipo de represalias no suelen ser entendidas por la brigada acorazada informática que me rodea. Se que corro el riesgo de demostrar un pequeño fermento de demencia senil que me quita la poca autoridad que me queda. De ahí que me dedicara todo un fin de semana a la introspección e intentara responder a las preguntas básicas: "¿Qué me está pasando con la informática?" "¿Tengo motivos para preocuparme?" "Admitiendo que estamos ante un avance importante de la calidad de vida, "¿debo introducirme siquiera tangencialmente en los secretos de esa tecnología?" En estas reflexiones me encontraba cuando llevé mi moto al taller por un extraño ruído en el embrague. El mecánico no me preguntó por el uso que yo le daba a mi moto. Le bastaba saber que la carrocería estaba en perfecto estado y que no parecía que hubiera corrido ningún riesgo. Me aconsejó que cambiara los neumáticos y le dije que hiciera lo que creyera más oportuno. En todo momento la relación fue igualitaria. Una máquina, un problema, un hombre que no sabía nada del funcionamiento de esta máquina y un hombre que lo sabía todo. "Le llamaré dentro de tres días", Adiós y hasta la próxima. Pensé que al fin y al cabo acababa de poner mi vida en las manos de aquel mecánico, porque un error interno de la moto hubiera podido llevarme bajo las ruedas de un autobús. Insisto: era mi vida la que pendía de un embrague o del dibujo de la banda de rodadura de los neumáticos en un día lluvioso. ¿Por qué era tan fácil la relación con ese mecánico y tan difícil la relación con los sabios de la informática? ¿Porque el trato con el mecánico no me había producido ninguna humillación y en cambio un simple error informático en la transmisión de un texto -algo que no tiene nada que ver con mi capacidad de supervivencia- debía ser expresado con mucho cuidado y con un enorme sentimiento de culpa. Pensé entonces que a mi edad los sentimientos de culpa no pueden tener una base tan frívola como el dominio de una máquina de oficina. Pensé que en mi profundo desencuentro informático no estábamos hablando de una visión del mundo -al menos yo no lo creo así- sino tan sólo de unas determinadas habilidades que, como todas las habilidades, no deben ser atribuídas a todos los ciudadanos por igual. Andar, correr, hablar, escribir, amar, perdonar, convivir, ayudar son algunas de las pulsiones que convierten a la especie humana en algo realmente serio. El resto de habilidades va por barrios. El pescador de perlas que es capaz de sumergirse en apnea a cincuenta metros de profundidad no es ni mejor ni peor que un cocinero con tres estrellas de la Guia Michelin ni que el guardián de prisiones que consigue mantener pacíficamente el orden en un lugar desordenado. Pensé en las pequeñas habilidades que he conseguido desarrollar a lo largo de mi vida: creo escribir correctamente, incluso me estimula pensar en algo que desconozco y que sólo me importa en tanto que es una actividad humana. De vez en cuando toco el piano y hablo en lenguas poco globalizadas como el alemán o el italiano. Aunque no lo parezca he ascendido a algún pico de seis mil metros y he regresado al valle. Me gusta escuchar y, a pesar de estar volviéndome un cascarrabias, también me gusta encontrar las razones en los otros. Cocino para mi familia y mis amigos y no lo hago mal. Por una extraña manía conozco todas las capitales del mundo y me basta mirar al cielo para orientarme en un paisaje desconocido. Son habilidades menudas, íntimas, que acaban configurando, algunas más que otras, la felicidad del día a día, aquel estado que se caracteriza por no darnos cuenta de que estamos viviendo. Pues bien: en estas habilidades no está la informática. Ni está ni probablemente estará. La usaré en la medida de las cosas pequeñas y nunca conseguiré sustraerme a la inseguridad de su uso, porque cada día se produce algún error que afecta a una sola persona o a varias. Y es normal que las actividades humanas conlleven el riesgo del error, pero lo que no es del todo normal es que nadie advierta que a menudo estamos confiando en un sistema frágil demasiadas cosas serias, mucho más serias y decisivas para la vida naturalmente que el pequeño artículo que ha motivado esta epístola.