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Pegamento para fracturas

Escrito por JOAN BARRIL el 19/01/2011 a las 00:02:48
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A menudo algunos amables lectores de “En campo contrario” se dignan a bajar del emporio de la pantalla y, ya sea por casualidad o por cordialidad, me abordan y empezamos entonces una conversación amigable.
 

Invariablemente el trasfondo de la conversación se asemeja a los grandes autos de fe de cuando el mundo precisaba siempre de la interpretación divina. Entre mi interlocutor y yo se levanta de pronto un muro infranqueable muy parecido al que separa a los creyentes monoteístas, esos que siempre entienden que su religión es la verdadera y que los demás están en las tinieblas del error. En esas discusiones escolásticas yo represento el poco estimulante papel del cínico y del escéptico. Soy consciente que nada se construye sobre el escepticismo. Y esa evidencia me deja inerme ante los fogosos argumentos de mi contrincante, avalado por palabras nobles como “progreso”, “conocimiento” o “democratización de la información”. Ante argumentos así la verdad es que no puedo hacer nada. Incluso llego a pensar si, en el fondo, toda mi actitud recalcitrante no vendrá avalada por una extraña fobia del humanista renacentista que nunca llegaré a ser.
 

 

De pronto la vehemencia del adversario, que ya ve la conversación ganada para su causa, viene en mi auxilio. Es cuando me dice que el problema de mi escepticismo sobre los artilugios informáticos y, sobre todo, ante los usos espúreos y frívolos que de ellos se hacen no es una actitud personal –que esa se supone que podría tener cura- sino que se trata de una actitud colectiva. Remata la faena con la que intenta noquearme y dice: “lo tuyo con las máquinas es un rasgo eminentemente generacional”. Y así quedarían las cosas de no ser que me molesta sobremanera la tendencia a la generalización, esa que yo por desgracia también practico a menudo. 
 

 

El debate casi místico en el que estábamos enzarzados ahora cambia para entrar en el terreno empantanado de la sociología de salón. Lo que me viene a comunicar mi joven discrepante es una nueva manera de entender el libro del Eclesiastés, aquella lectura bíblica en la que se nos dice que hay un tiempo para amar y otro para ser amado, que hay un tiempo para morir y otro para matar. En su óptica reduccionista para él yo soy simplemente un pobre inadaptado a un avance tecnológico que acabará con mis reticencias antes incluso que llegue el momento de mi muerte. A eso se le llama también “fractura digital” y los expertos la valoran en datos tan inconsistentes como la escasa compra por Internet de los usuarios como si el comercio electrónico fuera tan necesario en una ciudad europea como en un rancho aislado en el desierto de Australia. 
 

 

De pronto saco fuerzas de flaqueza y me encaro ante ese hombre que considera que la vejez no viene del desgaste de las células sino de la duda metódica ante el progreso indudable de la tecnología. Le recuerdo que yo ya me he apeado de mi generación. En realidad los años para mi ya no son tan importantes como la experiencia. Uso y valoro el procesador de textos, pero jamás conseguirán que abrace la supuesta fiabilidad de la información y de los firmantes de la pantalla. De la misma manera cada día voy en moto y alguna vez me dedico a peinar las curvas de carreteras que me llevan hacia la armonía de la música de vals, pero ello no me exige necesariamente saber el funcionamiento y las claves recónditas de mi cabalgadura. La fractura digital no es digital en sí misma. Se trata de una fractura del conocimiento y de la felicidad. El conocimiento de una tecnología proporciona a quién lo busca un encomiable saber. Pero se trata de un saber tan profundo como excesivamente especializado. Por el contrario, el diletante de la máquina la usa sin veneración alguna y acaba gozando de un saber panorámico, superficial si se quiere, pero indudablemente más libre y menos dogmático.
 

 

No se trata de un fenómeno novísimo. También en los albores de la alta edad media, cuando el conocimiento de la escritura estaba limitado a una élite eclesiástica o nobiliaria, coexistían con ellos personas iletradas que también practicaban la insensatez de pensar sin hacer uso de la escritura. Mucho más allá un filósofo llamado Sócrates dejó una magna obra de pensamiento que ha llegado hasta nuestros días por la transcripción que de sus diálogos hicieron sus discípulos, Aristóteles sin duda el más conocido. ¿Significa esto que los analfabetos eran ignorados por las sociedades de su tiempo? ¿Acaso la información oral de la que disponían no permitió que el futuro fuera un lento e imparable progreso? También allí había fractura, pero nadie negaba a los analfabetos su derecho a construir su vida y la de sus congéneres. La escritura significó la capacidad de conservar aquellos conocimientos. Y gracias a la escritura la lengua se purificó y se volvió más precisa y nos abrió las puertas al goce intelectual como expresión equiparable al goce vital.
 

 

De ahí que estas tendencias radicales, en las que la afirmación de uno se sustenta sobre el descrédito del otro sean una simple manera de perder el tiempo, como lo es la oración sin fe, el papel sin palabras, las palabras sin emoción y la emoción sin memoria.